miércoles, 14 de mayo de 2008

Países decentes

A raíz de la insultante carta que recibí de la señorita Minkoff, y debido a su descarada manía de poner en relieve lo que ella considera mis defectos (es demasiado obtusa para comprender que estoy a un nivel diferente y que, por tanto, lo que para ella son defectos en mi mundo de sapiencia son virtudes), he dedicado más tiempo a pensar en la posibilidad de viajar a otros países.

No es que vaya a viajar a otros países. De hecho, si algún día viajo a otros países enviaré primero una exhaustiva carta a sus dirigentes para que sepan de mi llegada y me reciban como se merece un intelectual de mi categoría. De momento, me he conformado con reflexionar al respecto de la posibilidad de, como decía, viajar a otros países, y he acabado por concluir que todos los países son inmundos y no merecen mi presencia. Aún así, la conclusión no está exenta de excepciones: esos países que por sus características especiales, más elevadas, podrían llegar a ser menos inmundos que el resto de países inmundos de este mundo de inmundicias. Estos países, subrayo, serían España e Inglaterra.

El poco avispado lector se preguntará por qué. Elemental, queridos amigos: la monarquía. Esa forma espiritual en que se manifiestan los poderes de antaño, que aún perviven aunque sea en forma de fantasmas inconsistentes que recorren las veredas de la socialización más hórrida y detestable. La Monarquía hace que los países que la poseen sean más distinguidos y bellos, más medievales, y por tanto más integrados en el marco geométrico y teológico ideal. Por supuesto, si yo viajara a España, lo primero que haría sería ir a visitar al rey. Tras enseñarle a hablar en inglés para que pudiéramos comunicarnos, le explicaría con mis enviadiables artes dialécticas lo profundamente admirado que me sentiría ante el hecho de que figuras como él aún resistan los golpes despiadados del horror de la modernidad. Luego tendríamos una amena charla sobre Boecio y, al final, me nombraría Conde Duque de Olivares II, porque yo elegiría mi nombre. Una vez solucionados estos trámites previos, lo acompañaría a ver una corrida de toros, gritaríamos "¡Olé!" todo el rato y comeríamos paella (tengo entendido que la paella es un tipo de pájaro ancestral de dos cabezas que sólo se puede comer en España, acompañado de arroz y pimientos de padrón).

En cuanto a Inglaterra, estoy seguro de que la reina me recibiría con los brazos abiertos. Yo le explicaría mis proyectos de conquista, para reestablecer el Imperio Británico y devolver la geometría medieval al Universo (no)civilizado (no hay que olvidar que nuestro idioma en común facilitaría más la comunicación, con lo que las expectativas pueden ser más elevadas en este caso) y ella me escucharía muy interesada, diciendo mucho que sí con la cabeza y concluyendo con un admirado: "me lo pensaré". Luego iríamos a la caza del zorro con ilustres sires ingleses que, al acabar, me llevarían a un club selecto para fumar mucho tabaco y beber mucho licor inglés.

Esto es lo que yo haría si, en algún momento de mi vida, destinada a grandes cosas, me avengo a poner un pie en otros países. Porque en cuanto al resto de países del mundo, no merecen ni siquiera una mención educada. Son inmundos y deben desaparecer.

Fdo. Ignatius J. Reilly, viajero intrépido.

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